Por Cristian Jamett Pizarro
El ciclo sociopolítico 2006-2019 en Chile se caracterizó por la permanente irrupción de las masas en la escena pública, de la mano del movimiento estudiantil secundario y universitario contra las leyes de amarre de la dictadura y sistema educación de mercado, así como las movilizaciones de trabajadores/as y jubilados/as contra el sistema privado de ahorro forzado, la primavera feminista el 2018 contra la educación sexista y el patriarcado, las movilizaciones socio-ambientales contra las zonas de sacrificio, hasta llegar a la coyuntura del 18 octubre del 2019, marcando con ello un antes y un después respecto a la relación entre Estado y sociedad.

Los resultados del plebiscito constitucional del 25 de octubre del 2020, en donde el 78,27% votó a favor de una nueva constitución, mientras un 78,99% que se realizará mediante una convención constitucional, lo que sumado a las importantes victorias generacionales en las elecciones municipales, de gobernadores regionales y de las primarias presidenciales del 2021, donde el nueva izquierda frenteamplista se impusiera con un 60,45% sobre la izquierda tradicional, fue interpretado como la consolidación definitiva de una hegemonía progresista de nuevo cuño, en tanto expresión de una “catarsis histórica” en términos gramscianos, es decir, donde importantes sectores de la sociedad dejan de centrarse en demandas materiales, economicistas, corporativas, particulares e individuales sin la necesidad de cambiar el modelo, para transitar hacia demandas postmateriales, subjetivas, éticas, políticas, estatales que exigen transformaciones estructurales y culturales más profundas, como “paso de la necesidad a la libertad”.
Los resultados de las elecciones presidenciales de la primera vuelta del 21 de noviembre del 2021 demostró una profunda crisis de representatividad de los partidos tradicionales que condujeron de forma binominal la transición a la democracia, como se expresara en el 11,61% y 12,79% de la ex concertación y de Chile Vamos respectivamente, pero también dio cuenta de los límites hegemónicos del nuevo progresismo chileno y su agenda programática, si consideramos la capacidad de rearticulación del viejo proyecto neoliberal/neoconservador, es decir, liberal en lo económico, pero conservador en lo cultural y autoritario en lo político, al lograr la primera mayoría con un 27,91% en primera vuelta, ganando en once de las dieciséis regiones a lo largo del país, y que posiblemente en segunda vuelta pueda llegar a reeditar resultados del plebiscito de 1988.
La permanente apelación al sentido común por parte del proyecto neoconservador, respecto a la necesidad de restablecer la estabilidad política y el orden perdido como consecuencia de las protestas desde el 18 de octubre, la delincuencia, el terrorismo, así como la revalorización del concepto de unidad nacional, la familia tradicional, el cristianismo, el emprendimiento y la libertad económica como forma de reactivación postpandemia, reconstruyó los viejos centros de cohesión moral e intelectual de la sociedad de la dictadura y de los primera década de la transición, sustentado sobre una parte importante de la sociedad civil y sus núcleos, instituciones, medios, tradiciones, cultos, credos, culturas políticas y sentidos comunes de una serie de electorados disponibles para un proyecto de esta naturaleza.
Mientras, durante la campaña presidencial, el nuevo progresismo cedió a este neoconservadurismo todo ese campo valórico y de demandas materiales que dota de sentido a importantes sectores de la sociedad, incluso populares. Para en cambio atrincherarse fundamentalmente en aspectos como la diversidad, la plurinacionalidad, la descentralización, la multiculturalidad, la migración, los derechos humanos, derecho sociales, la igualdad, la autonomía individual y el liberalismo cultural, reduciendo programáticamente todo un proceso de construcción juicios, prejuicios, aprendizajes e ideologías populares que se fueron acumulando y sedimentando en el seno de los movimientos sociales y políticos al calor de las crisis el ciclo 2001-2019, que se expresaba tanto demandas materiales como post materiales.
Las crisis hegemónicas de los sectores dominantes no significó el derrumbe mecánico del modelo económico, cultural y político como lo sentenciara Mayol (2012) para el caso de las movilizaciones estudiantiles del 2011, así como tampoco garantiza el tránsito mayoritario de la ciudadanía desde un momento material a uno ético-político como lo señalará Goicovic (2021) con su tesis de rebelión popular de masas frustrada a partir del estallido de octubre 2019, sino, fundamentalmente, dichas crisis generan las condiciones de disponibilidad de las masas para asumir nuevas concepciones, o bien, volver a viejas matrices culturales si estos procesos de ruptura no van acompañados de un proyecto nacional-popular de nuevo tipo, que articule a sectores propios y ajenos, en torno un proyecto común, amplio y diverso como forma de cohesión socio-política.
La idea de un sentido común, de una hegemonía y de una sociedad civil todavía en disputa constituye un duro aprendizaje teórico y estratégico para el nuevo progresismo y su intelectualidad con miras a la segunda vuelta presidencial, considerando además que el desafío histórico no está en conquistar el poder ejecutivo para una coalición en particular, sino en como garantizar las condiciones institucionales para el desarrollo normal del proceso constituyente y la construcción democrática de un nuevo Estado.
Fuente: Revista Correo del Alba
0 comments on “Chile, entre el viejo conservadurismo y el nuevo progresismo”