Fue una de las múltiples estrategias engendradas por Henry Kissinger como asesor de Seguridad Nacional en la década de 1970 y que Lula hoy parece querer replicar vetando a Venezuela y Nicaragua su entrada a los BRICS
Por Alejo Brignole

El germano-estadounidense Henry Kisssinger fue secretario de Estado de los gobiernos de Richard Nixon y Gerald Ford entre 1969 y 1977, y asesor de seguridad nacional también en esas mismas presidencias. Fue un político sin carrera electoral que destacó por su aguda inteligencia estratégica, la cual estuvo siempre signada por una total ausencia de ética para aplicar ideas y metodologías útiles a la política exterior que comandaba por esos años.
Durante el apogeo de su influencia –siempre la tuvo, incluso hasta su muerte en 2023a los cienc años de edad– el mundo estaba partido por la Guerra Fría y Kissinger formularía muchas de las directrices que EE.UU implementó en su lucha por la hegemonía mundial. Sus recomendaciones y análisis se extendían sobre temas tan diversos como las políticas nucleares, los yacimientos estratégicos mundiales, el control demográfico, la cuestión cubana, África, China o el dominio de los electorados europeos volcados hacia la izquierda. También el rol de Estados Unidos en un futuro eventual, con o sin la Unión Soviética.
Fue en este sentido un hombre brillante y dotado de una mirada profunda capaz de ver más allá de las coordenadas de su tiempo y un profuso escritor de informes y papers reservados o clasificados, en donde elaboraba sus análisis seguidos de recomendaciones claramente criminales, como reducir la población mundial u organizar grupos de represión y tortura en países del Tercer mundo. La Operación Fénix en el sudeste asiático y la Operación Cóndor de terrorismo de Estado en Sudamérica son hijos de la urdiembre intelectual de este alemán arrepentido que abrazó a Estados Unidos con fervor.

El clamor de millones de vidas –desaparecidos, torturados, o asesinados por fuerzas estatales– fue el producto de las concepciones estratégicas de uno de los hombres más oscuros que dio la humanidad. Un político extraordinariamente perspicaz que ejerció un poder omnímodo en una nación igualmente poderosa, como Estados Unidos en sus años de esplendor militar. De allí que sus pensamientos más tenebrosos hayan podido aplicarse con casi total impunidad en medio planeta.
A finales de la década de 1960 –cuando Kissinger comenzó a destacar en la alta política norteamericana– América Latina era un hervidero de ideas y movimientos liberadores, tanto en el ámbito social como intelectual. Latinoamérica bullía de iniciativas que buscaban crear una arquitectura soberana en la región. Era, pues, una región rebelde, en tanto rebelde significaba opuesta a las premisas intervencionistas de Washington.
El intento del Che en Bolivia en 1967; el extraordinario experimento socialista chileno bajo Salvador Allende a partir de 1970; las fuerzas sandinistas del Nicaragua (que engendrarían un nuevo Estado revolucionario en 1979); o las presiones populares e insurgentes en Argentina para que retornase Perón de su exilio forzoso, creaban en Washington la percepción de un ‘Patio Trasero’ fuera de control. Idea además reforzada por una generación de pensadores sociales que daban forma a un nuevo corpus doctrinal –económico y político– peligrosamente sólido para los intereses corporativos estadounidenses. Lo mismo que hoy sucede con venezuela, Nicaragua y los países antillanos adscritos al ALBA-TCP
Las estrategias estadounidensesse centraron en la eliminación física, la contrainsurgencia y la instauración del Terror en toda la región (el Plan Cóndor, entre elos), pues lo que estaba en juego –principalmente– era la organización futura de la economía regional, que debía sumirse al saqueo norteamericano. Fue para ello que Henry Kissinger concibió la llamada Estrategia del Satélite Privilegiado. Pero… ¿En qué consistía? ¿Qué describía este nombre?
Se trataba, ni más ni menos, que de una concepción imperial de la economía hemisférica, centrada en el supuesto de que los países latinoamericanos eran apenas satélites de un poder central representado por Washington. Como un sistema Copernicano en donde todo en giraba alrededor del centro de gravedad hegemónico.
Bajo esta lógica, Kissinger lanzó una idea bastante radical que buscaba fortalecer a uno de esos satélites hasta niveles dominantes, y debilitar así a las demás naciones del entorno. El país elegido por Kissinger fue Brasil, que en 1976 continuaba bajo sucesivos gobiernos militares iniciados por la tenebrosa dictadura del general Castelo Branco en 1964. Brasil sería, por tanto, ese satélite privilegiado, y hacia él Washington volcaría una serie de prerrogativas industriales, arancelarias y estratégicas para que la nación se convirtiera en una suerte de delegado imperial. Un país subordinado, pero también industrializado con el apoyo corporativo estadounidense. Desde allí, Washington dominaría las políticas regionales a través de estas corporaciones y acuerdos convenientemente asentadas en el satélite designado como favorito.

En este contexto, Argentina –el otro país industrializado de América del sur– debía rendir sus políticas a esta doctrina. Ello incluía cerrar fábricas y trasladar las plantas productoras al Brasil, además de derribar restricciones aduaneras y privatizar áreas claves de la economía. Algo que la dictadura argentina hizo con obediencia de la mano de su ministro José A. Martínez de Hoz, un hombre formado en la Escuela de Chicago y sumiso colonizado, perteneciente a una vieja élite ganadera y empresarial argentina.
La intención era reducir a la Argentina a su rol de país exportador de carnes y granos, así como Bolivia debía hacerlo con su gas o Chile con su cobre. Según esta doctrina, Brasil y sus oligarquías fungirían como una empoderada sucursal de la hegemonía norteamericana dotada de nuevas prebendas, aunque siempre bajo las directrices estadounidenses.
El programa contemplaba además –tal como hoy ejecuta Javier Milei en Argentina y hasta hace poco Bolsonaro y Temer en Brasil– una precarización de sistema laboral y un deterioro gradual del sistema educativo regional para desalentar la producción de técnicos calificados. En Brasil ello generaría también una dependencia a la formación externa otorgada por las mismas trasnacionales asentadas en el satélite, como premio a su fidelidad. El veto brasileño a unos socios regionales altamente necesarios y funcionales en la lucha antiimperialista -como son hoy Venezuela y Nicaragua- para que no puedan formar parte de los BRICS, se ajusta en gran medida a esa vieja doctrina poco conocida pero que EE.UU aplica en silencio. El satélite privilegiado parece que sigue en agenda y -sorprendentemente- Lula Da Silva el que la está confirmando


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